viernes, 26 de febrero de 2016

MEDITACIÓN, Febrero 27



MEDITACIÓN
No. 332  Santidad
Febrero 27

Para ser santo, entendiendo por santo el que vive habitualmente en gracia de Dios y desea crecer en unión con Él, el maestro necesita de la comunión con Dios que se nos da en Cristo y solo en Cristo. Y Cristo se nos da en la Iglesia, especialmente en la oración y en los sacramentos, y dentro de estos en la Santa Eucaristía, que es “fuente y cima de toda vida cristiana” (LG 11). El católico que no está en comunión con Dios porque voluntariamente la rechaza, se cierra voluntaria y torpemente a la acción del Espíritu Santo, con lo cual no hay santidad posible ya que no se puede pretender actuar con (ni desde) el Espíritu Santo sin el Espíritu Santo. Dios a nadie obliga, pero su lógica es inexorable. Conviene saber que sin Espíritu Santo todo hombre actuará como hombre mundano. Si ese hombre es maestro, será un maestro mundano y enseñará mundanamente, que quiere decir, ajustado a los criterios de este mundo, el que nos va tocando vivir en cada instante del tiempo presente. Actuar mundanamente no equivale necesariamente actuar mal, pero sí equivale a actuar a ras de suelo, sin sentido trascendente. Pues bien, una educación sin sentido trascendente, que no mire al más allá de las personas que la reciben, normalmente niños y jóvenes, no merece ser llamada educación; una educación que no sirve para la vida eterna, en realidad no sirve para nada. “La educación no es y nunca debe considerarse como algo meramente utilitario”, decía Benedicto XVI a los profesores  y religiosos del Colegio Universitario Santa María de Twickenham (London Bourough of Richmond) en el saludo que les dirigía el 17 de septiembre de 2010.

Digamos una sola palabra sobre la oración. Para todo católico -tenga el estado que tenga y dedíquese a lo que se dedique- la oración es el oxígeno del alma. Sin oración no hay crecimiento en la vida cristiana. Los autores espirituales coinciden unánimemente en afirmar el poder transformante de la oración y la necesidad imperiosa que tiene todo hombre de pasar ratos y ratos de intimidad con su Dios, tanto a solas como en comunidad.

Sin sacramentos y sin oración podríamos ser buenos instructores, didactas expertos, hábiles comunicadores, líderes en el campo educativo pero no católicos maestros; podríamos ser gentes con un alto dominio técnico de las materias que enseñamos pero absolutamente incapaces de dejar huella de santidad en el alma de los muchachos. Eso es así porque a un espíritu solo lo puede mover otro espíritu. Dicho con palabras de Jesucristo, el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Cuando el Señor dice esto, alguien podría pensar: “Hombre, algo sí podemos hacer, porque hay muchas cosas que hacemos no solo sin Cristo, sino incluso en contra suya”. A alguien, o a muchos, eso les puede parecer cierto, pero la Palabra de Dios se mantiene inmutable. “Sin mí no podéis hacer nada” quiere decir nada que merezca la pena, nada que pueda mantenerse, nada que permanezca; o sea nada. Nada que haya hecho el hombre sin el Espíritu Santo permanecerá -no quedará piedra sobre piedra- y si no permanece, su fin no será otro que el de la torre de Babel, es decir, la nada, por más altas que sean sus pretensiones o tenga apariencia de solidez.

Quizá pueda venir al caso esa coplilla anónima de los siglos del barroco español que dice así:

La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.

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Cursillista  M. E. Winston Pauta Avila
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